Camino rápido al hospital porque me acaban de llamar para
decirme que mi padre está a punto de morir y
que ha pedido hablar con su hijo. Subo hasta su
habitación corriendo (por aparentar, más que nada, y evitar explicaciones
al enfermero de la puerta). Ahí está el viejo que
me mira y me hace un gesto con la mano
para que me acerque. En su último suspiro va y
me suelta, sonriendo: «Al final es ciento cuarenta y seis».
¿Pero qué mierda de últimas palabras son esas? No conforme
con joderme durante toda la vida termina la suya con
semejante paparruchada.
No puedo quitarme esa cifra de la cabeza. La veo
en todas partes: en la lotería de ayer, en la
matrícula del vecino, en el teléfono de mi psicóloga… parece
que se hubiese propuesto tocarme los cojones hasta desde el
más allá.
¡Oh, no!
…
¡Pues no! ¡Jódete, viejo! Ciento cincuenta y cuatro.