En el último módulo del curso de escritura se pedía escribir una frase larga, muy larga, larguísima, ultralarga, la más larga jamás escrita por el presunto escritor aquí presente que dudó si el uso y abuso de comas, punto y coma, oraciones subordinadas, oraciones yuxtapuestas, multitud de perífrasis verbales, adjetivos innecesarios y demás recursos lingüísticos, amén de vueltas y rodeos sobre el asunto en cuestión, serían suficiente para cometer semejante proeza para luego darse cuenta de que, en este preciso instante en el que se encontraría el lector al leer exactamente esta palabra, no se llegaba ni siquiera a la quinta parte de lo que en el enunciado se pedía y, sin embargo, recapacitando y pensándolo bien, quizás el truco estuviese en no fijarse en el contador de palabras que aparecía en la parte inferior izquierda de la ventana del procesador de textos del ordenador portátil que se utilizaba para escribir, y fuese más importante dejar volar la imaginación y describir elementos que pudiesen sumir al posible empedernido lector (con suerte no aburrido ya por la interminable frase larga, muy larga, larguísima, ultralarga, la posiblemente más larga jamás leída por dicho lector) en un viaje hacia lo más profundo de la gramática y la ortografía del castellano traspasando las fronteras que ni escritor ni lector conociesen y, sin embargo, dicho viaje les supusiese a ambos una odisea que no narraría Homero y no escribiría alguien muchos siglos después pero que, a uno le serviría para terminar con éxito la última tarea del módulo del curso de escritura (esfuerzo comparable a los diez años de la vuelta de Odiseo para los que prefieran el nombre griego o Ulises para los que se decantan por el latino) y al otro, pues, le permitiría, con suerte, por lo menos, pasar un rato agradable y, de saber leer las comas y sobreentender las pausas, no morir en el intento de su lectura atragantado por la falta de aire de unos pulmones que, a ojos y esperanzas del escritor, deberían tener mejor capacidad que los suyos propios, algo ennegrecidos por el alquitrán de los cigarrillos que hacía tiempo consumía y que, recientemente, había sustituido por un cigarrillo electrónico que vendían como menos dañino pero que estaba seguro los años pondrían en su lugar y que luego vendrían los lloros y lamentaciones como cada vez que leía y releía esta frase larga, muy larga, larguísima en busca de ese maldito número inalcanzable de palabras que parecía no aumentar con la rapidez buscada, deseada, ansiada, necesitada, pese a llevar ya una hora y media larga (o noventa y siete minutos, quince segundos y tres décimas para los que buscan la exactitud más exquisita) y que le hacían caer en la mayor de las desesperaciones, que le hacían llevarse las manos a la cabeza para tirarse de los pelos y gritar de dolor y rabia, que le producían un dolor en el pecho y un calambre en el estómago como si se tratase de un examen de acceso a la universidad más prestigiosa del mundo mundial (que diría aquel Manolito de Elvira Lindo) y no de un curso de escritura creativa al que se había apuntado a principios delaño escolar buscando pasar un buen rato y evadirse de los problemas que entonces le acuciaban y le atosigaban como cada uno de los septiembres que llevaban en aquella maldita ciudad y que le recordaban la inminente llegada de un invierno largo, frío, lluvioso, oscuro, hostil, mordoriano que dirían los seguidores de “El señor de los anillos” y, por ende, la necesidad de llenarse la agenda de actividades que le permitiesen resguardarse de todo aquello en el pequeño y humilde apartamento al que hacía poco se había mudado y que todavía no llegaba a considerar hogar del todo, bien por la falta de elementos de decoración y retoques personales o bien porque en tiempos de pandemia (como la que se vivía en aquellos momentos) el tiempo parecía transcurrir de una manera diferente y que, pese a llevar poco más de un año instalado, todo le parecía que había ido más rápido y también más lento de alguna manera como si la maldita pandemia no tuviese suficiente con llenar las portadas de los más grandes periódicos durante un año y limitar ciertas libertades con las que uno había nacido, también conseguía trastocar un reloj interno al evitar reuniones anuales como la de la Navidad, que algunos utilizan de referencia para saber en que momento del año se encuentran, y no por el típico anuncio de televisión o la decoración de las calles, sino por la vuelta a casa de esos que viven fuera y que que los padres reciben como el mejor regalo que pudiese hacerse, casi tan maravilloso como setecientas noventa y cuatro palabras.