Los lunes y viernes huele a dulce, a repostería artesana que puede ir desde galletas de gengibre a tarta de zanahoria. El resto de días de la semana son olores más de la hora de comer, desde un estofado de legumbres a una quiché de puerros y salmón con mucha nata. En verano es mejor dejar la puerta abierta, no porque haga mucho calor sino porque al ser tan pequeñito el olor llega a ser demasiado intenso. En invierno compensa cerrarla, hace demasiado frío fuera y el pequeño radiador no da para mucho. Al entrar siempre suena la misma playlist de versiones tranquilas de canciones conocidas, es agradable y el volumen es el justo para poder concentrarse en lo que uno quiere o dejarse llevar por la canción en momentos de descanso. A veces, suena de fondo alguien preparando un café o sacando platos y cubiertos del lavavajillas. Ningún cartel lo especifica pero el ambiente invita a hablar bajito como no queriendo romper la magia y eso hace la gente aquí, casi hablar entre susurros. En fin, entro, pido un café co un pequeño cruasán y me siento a escribir estas líneas.
Cristine abrió los ojos pero nada cambió, la oscuridad seguía siendo la misma. Extendió los brazos y dio un pequeño paso hacia adelante para encontrase con un muro frío. Lo recorrió rápidamente, de arriba a abajo, y pudo distinguir con sus dedos unos ladrillos bastos, posiblemente pintados toscamente pero lo suficiente para que las uniones de cemento no resultasen tan abrasivas. Al tacto resultaban fríos y húmedos, posiblemente debido a la condensación que emanaba de ella misma. Siguío palpando de izquierda a derecha y calculó que estaba en un cuadrado de un metro y medio de lado. No parecía haber signo de ninguna puerta pero sí una pequeña compuertilla de unos cuatro dedos de altura a los pies en uno de los lados. No se filtraba ni un ápice de luz pero dedujo que si querían darle de comer, posiblemente sería a través de ese agujero. Saltó un par de veces pero no consiguió tocar ningún techo. Olía a una mezcla entre lejía y ambientador de pino como aquel del primer coche que tuvo, le pareció notar también un deje herrumbroso. De repente, el pesado silencio se vio roto por un grito agudo y desesperado, como el de una mujer al que la muerte le arrebata un hijo…
Recuerdo perfectamente la primera vez que puse un pie descalzo sobre una nube. Me pareció curiosa la sensación de pisarla. Se suele decir que las nubes son como el algodón, y es cierto que visualmente se parecen, pero en cuanto al tacto es totalmente diferente. El algodón, al comprimirlo, suele ofrecer en algún momento una resistencia y pasa de estar esponjoso a ser un sólido fibroso y algo desagradable. Nada comparable al tacto de la nube que no llega jamás a compactarse. Es más bien la sensación de ser un corcho flotando en una balsa de aceite. Y luego está el agradable calor; la luz del sol me envuelve por arriba y por abajo gracias al reflejo en el agua condensada que forman las nubes, es como estar envuelto en toallas saturadas de suavizante y recién salidas de la secadora. Y qué decir del olor, lo mejor es el olor; me parece imposible describírselo a los mortales ya que no hay nada comparable. Si tuviese que definirlo sería algo así como una mezcla de esa brisa marina del primer momento de la mañana, que penetra y asciende fría por las fosas nasales para dejar un sutil toque salado.