Ingredientes:
- Un puñado de personas (no importa el género pero mínimo 2 del masculino)
- Un sombrerete (importante que sea de cordón y no de fieltro)
- Unas lagrimas de cocodrilo
- Una pizca de malgenio
- Una ramita de crítica-cítrica
Utensilios
- Un gran contendor móvil (puede ser un camión, autobús, etc.)
- Una plazuela
Instrucciones
- Coger una de las personas masculinas y sujetando por el tronco y por la cabeza estirar con cuidado para conseguir elongar el cuello sin llegar a romperlo. Introducir en el gran contenedor móvil de manera vertical. Edulcorarlo con el sombrerete.
- Reservar una de las personas y añadir el resto de ellas en el contenedor asegurándose que las masculinas quedan tocándose entre ellas. No importa si quedan todas muy apretadas. De hecho, cuanto más apretadas mejor.
- Echar unas gotitas de lágrimas de cocodrilo y una pizca de malgenio sobre las dos personas. Probar y corregir hasta que esté fuerte y amargo sin pasarse para que no llegue sabor peleón.
- Mecer el contenedor móvil con suavidad
- Dejar reposar unos minutos para que se mezclen bien los aromas
- Retirar a la persona del cuello estirado del contenedor y depositarla en la plazuela
- Añadir la persona que habíamos reservado al principio a la plazuela
- Depositar la ramita de crítica-cítrica sobre las dos personas
- Servir en cualquier tipo de plato y disfrutar muy caliente
Quien osare a pisar al que un sombreo de fieltro portare, otrosí teniendo el sombreo cordón y no cinta; y hubiere estado presente en un autobús o en cualquier otro vehículo. Sufriere los insultos y reproches del primero con ánimo de réplica si gustare.
Si pasare el tiempo y encontrare el sujeto con quien decidiere considerarse amistoso. Reprochare el segundo la necesidad de añadir un botón al escote o la amistad fuere condenada.
Al autobús subio un señooooor
de cuello largo y sombrerooo
al que un vecino pisabaaa
cada vez que la gente pasabaa
Y luego lo volvi a veeeer
en una placica mu grandeeee
y su amigo que va y le diceeee
¡ande vas con tanto escoteeee?
Cafetería pequeña. Lunes y viernes olor dulce: repostería, jengibre y tarta de zanahoria. Otros días olor a comida casera: lentejas, quiché. Verano olor demasiado intenso, dejar puerta abierta. Invierno, radiador insuficiente, cerrar puerta e ir abrigado. Música tranquila pero repetitiva, volumen bajo ideal para trabajar. Hablar bajo. Pedir café y croissant por 8 euros. Escribo.
Volví a la cafetería diminuta donde suelo acudir a escribir. De nuevo el olor demasiado intenso a bollería casera y otros dulces se me metió hasta lo más profundo del cerebro y que luego tardaría unas horas en conseguir sacarme tanto de la nariz como de la ropa, asqueroso, aunque mejor que los olores de otros días a una comida casera que ni un adolescente de Erasmus se atrevería a comer. Hacía un frío terrible afuera y más valía cerrar la maldita puerta; el puto radiador no daba para más y seguía sin explicarme como los 8 putos euros que me cuesta un café mediocre y un croissant de anteayer no son suficientes para que instalen alguna que otra fuente de calor. De fondo la música de siempre que, sospecho, viene de un CD que le regalaron a la dueña hace más de 20 años. Posiblemente algún novio pasteloso que pretendiese malfollársela en los asientos de atrás de algún coche.
Entraba yo en la que consideraba, y todavía considero, la mejor cafetería del ancho mundo cuando los deliciosos olores ascendieron por mis fosas nasales hasta acariciar mi pituitaria. Si el sentido del olor tuviese la misma consideración que el de la vista se podría decir el glorioso apéndice de mi cara aspiraba en aquellos momentos la capilla sixtina. Sería más fácil elegir entre una mirada Medusa y una caricia del Rey Midas que entre los aromas dulces del primer y último día de la semana o los de los salados del resto de días. Con mis posaderas ya en la pequeña y deliciosa silla pedí una infusión de granos oscuros tostados y hojaldre triangular horneado. Las inclemencias temporales hacían difícil concentrarse en las palabras que había decidido plasmar en lo que los antiguos llamarían conjunción de papiros. Y, sin embargo, las aplacibles notas que flotaban hasta mis oídos me hacían disfrutar como nunca pese a haberlas escuchado cada vez que pasaba por allí.