Entró en el aeropuerto de Madrid cargando una maleta que parecía pesar más que él: 23 kilos de ropa y zapatos embutidos en una maleta de plástico duro parecían mucho para aquel chaval de 14 años que tardaba en dar el estirón. Se le veía la ilusión en la cara: con una sonrisa amplia un poco estropeada por ese diente partido por la mitad y que la escasez de dinero en la familia nunca había podido reparar, y unos ojos y orejas abiertos como platos intentando procesar toda la información de los carteles luminosos y los anuncios por megafonía.
A su lado no había nadie desde que el taxista le había ayudado a arrastrar la maleta hasta la puerta y le había deseado un “¡buena suerte, chaval!”; pero se acordaba bien de las indicaciones de sus tíos: buscar en el panel de salidas el vuelo con destino a Toronto, encontrar el mostrador de check-in e ir hasta allí con la maleta, luego ya la azafata o el azafato de turno le explicaría el resto. Así que con algo de nervios consiguió facturar la maleta, pasar el control de seguridad y dirigirse a la puerta de embarque K34 desde donde saldría el vuelo a Toronto con escala en Frankfurt.
Se suponía que tenía que dormir en el avión para llegar algo descansado a destino pero le pareció imposible. El Boeing-747 de dos plantas, el butacón (en realidad no era tan grande, pero sí lo parecía para un tirillas como él), la azafata trayéndole todas las cocacolas que pidiese, la propulsión hacia atrás en el despegué que le trasladó por unos segundos a los viajes en la montaña rusa del parque de atracciones de su ciudad natal, la pantallita donde ver películas, etc. demasiado estímulo para un chiquillo de barrio obrero cuya mayor odisea había sido un viaje en tren a Valencia.
En Frankfurt tenía unas 3 de escala pero ya se encargó el equipo de vuelo de explicarle cómo hacer the transfer to the gate C16 en un inglés que entendía bastante bien. Que las matemáticas y la lengua no, pero el inglés y la educación física eran las asignaturas que siempre aprobaba sin problemas.
En el segundo vuelo tampoco pudo dormir, y eso que habían bajado las luces y era de noche. Pero empalmó la primera película de los X-Men con varios capítulos de Friends mientras se comía con ganas aquel plato de pasta recalentada que le sabía a gloria y regaba con cocacolas y sprites. Cuando ya vio en la pantalla que quedaba menos de una hora para el aterrizaje sacó de su mochilita la carpeta con las informaciones de su familia de acogida. La agencia de familias extranjeras había decidido que los Jonhson serían un buen match. Madre divorciada con una hija de 15 años y un hijo de 13. Solo había foto de la madre, muy blanca, de labios finos y ojos azules. Así que por un momento pensó en que ojalá la hija estuviese buena e igual pudiese surgir la chispa del amor adolescente. Aquellos pensamientos le hicieron volver a ponerse nervioso y, desde luego, la cafeína no ayudaba. De repente fue un poco más consciente de todo lo que estaba pasando y de cómo se iba a Canadá a pasar el tercer año de la secundaria, que estaría sin ver a sus abuelas y a sus tíos durante todo el año porque no iba a volver por Navidad, de que tendría que ir al cole allí y que ojalá hubiese taquillas de metal donde dejar los libros como en las películas, de que le esperaba una nueva vida y que no lo había pensado mucho hasta ese momento.
Tanteó con las palmas sudorosas torpemente dentro de su mochila en busca de la pequeña riñonera con el pasaporte y los dólares canadienses, y al comprobar que todo estaba ahí se tranquilizó un poco. Que dentro del pasaporte tenía el número de la agencia donde podía llamar las 24 horas del día si tenía cualquier problema. Así que cerró los ojos, inspiró muy profundo y pensó que todo iría bien hasta que el avión tocó tierra.
En el vestíbulo de llegadas le esperaba Victoria Johnson con un cartel con su nombre. Cuando le reconoció se acercó a darle un abrazo (que le supo un poco raro pero que agradeció porque le pareció sincero) y le ayudó con la maleta.
– I am very sorry about your parents, Jamie.
No supo muy bien qué contestar así que la miró a los ojos, sonrió y dio un gracias en un inglés que ya sonaba un poco más canadiense para luego añadir:
– I’ll be fine.
Y no entendió muy bien si se lo estaba diciendo a Victoria o se lo decía así mismo. Comenzaba una nueva vida y sí, seguro que todo iba a salir bien.