Amelia escuchó un “te encontraré” e inmediatamente después el tono de final de llamada pero no lo colgó al instante. Apartó el teléfono de su cabeza y lo miró atentamente, como si quisiese poder ver a través de los pequeños agujeros del auricular y que su vista viajase a través de los kilómetros de cable permitiéndole ver la cara de la persona que, con esa llamada, acaba de volver a trastocar para siempre su ya no tan nueva vida. Agradecía estar sentada en aquel cómodo aunque viejo sofá pues dudaba que sus piernas la pudiesen mantener de pie. Cerró los ojos y respiró muy hondo, hinchando la parte baja del vientre y luego dejando que el resto del oxígeno llenase su pecho y expandiese sus intercostales. Como hacía todos los martes y jueves en sus clases de yoga. Lo hizo dos veces antes de dejar el viejo teléfono en su base y apartó su mano muy despacio, como con miedo de que volviese a sonar y la voz ya no dijese “te encontraré” sino “te encontré”. Le pareció que la música del tocadiscos que llevaba toda la tarde sonando ahora lo hacía más suave, como en un gesto de gentileza para que ella pudiese escuchar mejor los cientos de pensamientos que se apelotonaban en su cabeza. Miró hacía la ventana de la que había sido su casa durante diez años y pudo percibir las pequeñas trazas que las gotitas de las últimas lluvias del verano habían ido dejando, pequeños puntos grises que cada domingo se comprometía a limpiar y que luego posponía hasta la semana siguiente. Le pareció irónico sentir una lágrima recorriendo su mejilla derecha y que también dejaría una marquita negra en su rostro por el maquillaje que desde la noche anterior no había tenido las ganas de quitarse. Dejó que recorriese todo su rostro sintiendo el cosquilleo zizageante e incómodo hasta desprenderse de su barbilla y volar a su regazo. Giró la cabeza, desde la venta hacia la puerta, y se alegró de ver las paredes desnudas de los cuadros que siempre se había prometido comprar y nunca lo había hecho; ahora sería más fácil abandonar aquella casa, aquel refugio en busca de un nuevo. Aunque diez años eran muchos años nunca había sentido que ese fuese su hogar y quizás se debiese a que en el fondo no quería haberlo hecho suyo con esos pequeños gestos de decorar las paredes o comprar alguna planta. A sus pies descalzos la alfombra de pelo sintético blanco le pareció más cómoda y cálida que nunca, posiblemente fuese lo que más echaría de menos del pequeño apartamento. Eso y el olor a galletas, dulzón y mantecoso, que se colaba por todos los rincones de su casa desde la pastelería del fondo de la calle los sábados y domingos. Le hubiese gustado que fuese fin de semana y no miércoles para olerlas por última vez. La taza de té sobre la mesa todavía humeaba así que la alcanzó con su mano y le dio un sorbo, haciendo mucho ruido; no es que le supiesen mejor así las bebidas calientes pero recordaba como a él le disgustaba tanto aquella manera de beber de ella. Como durante años los golpes llegaban con la menor de las excusas y ésa había sido una de muchas. Y en ese instante lo decidió, se dijo que no iba a huir más. Alzó la mirada hacia la caja metálica de la estantería donde escondía la vieja pistola de su abuelo y sonrió. Una sonrisa sincera, calmante. La sonrisa de alguien decidido a acabar con los fantasmas del pasado, de alguien capaz de mirarlos a los ojos, de gritar basta y de acabar con ellos. Si el la iba a encontrar ella iba a estar preparada.