Era un día típico de otoño, de esos que se despiertan nublados y amenazantes de lluvia pero en los que se puede apreciar el sol pelando por mostrarse tímidamente y resistiéndose a abandonar su protagonismo de los días de verano. Maurice corrió hacia la parada del autobús trastabillándose en una baldosa suelta que escupió agua a sus pantalones vaqueros. Al llegar, sudoroso y con los pulmones luchando por conseguir más oxígeno del que se les proporcionaba, - tengo que dejar de fumar, pensó una vez más Maurice – el autobús comenzaba a arrancar dejándole como único futuro pasajero de un autobús que le llevaría ya tarde al trabajo. Juraría que había podido ver una pequeña sonrisa el a cara de la autobusera que le miraba de reojo y que lo había dejado en tierra . Y la maldijo, a ella y a esa mierda de ciudad donde el destino le había llegado hacia ya muchos años.
Como el siguiente autobús no pasaría hasta dentro de 20 minutos decidió acercarse a la cafetería de la esquina, a secarse un poco y tomarse un café muy caliente mientras divagaba en sus pensamientos. Decidió no sacar el teléfono a dar un repaso a sus redes sociales que no le servían más que para recordarle lo miserable de su vida y en su lugar decidió observar al resto de seres miserables que entraban y salían de la cafetería.
La primera pareja que se sentó a su lado parecía simpática. Ella rondaría los treinta y pocos y las canas y arrugas de él le situaban en pasados ya los cuarenta. El embarazo de ella era evidente y Maurice pensó en lo injusta de la vida. En cómo llevamos años peleando por la igualdad y al final, la biología siempre está del lado del varón, cuyo reloj biológico le permite posponer la decisión de ser padre o no hasta el fin de sus días. Pidieron poca cosa y él termino comiéndose la mitad del desayuno de ella.
El segundo en el que se fijó era un tío calvo, bien vestido (aunque el cinturón desentonaba demasiado -posiblemente no estaba acostumbrado a llevar traje y había cogido el primero que encontró en el cajón-) y una amplia sonrisa. Maurice pensó que estaría de viaje de negocios. Le hizo gracia ver la alianza plateada y se preguntó si se la quitaría cuando esta noche acabase la cena de empresa con alguna de las chicas del este que trabajaban una de las avenidas más famosas de la ciudad. Posiblemente no. Seguro que era de los que pensaba que, en el fondo, eran las putas las que salvaban un matrimonio destinado al fracaso en cuanto se pasaron los primeros meses de euforia después de una boda de derroche en algún pueblo de la costa del norte de Italia.
Al darse la vuelta vio a la muchacha que llegaba algo ajetreada sacar sus cosas y lanzarlas prácticamente sobre la mesa. Sin embargo luego se puso a ordenarlas de una manera minuciosa: el cuaderno al fondo a la izquierda, con los bordes paralelos a la mesa, el bolígrafo justo encima en una perfecta horizontal, el ordenador exactamente en la mitad de la mesa y al lado de éste, a la derecha, un teléfono de esos antiguos que solo servían para llamar y mandar mensajes de texto. Al acercarse la camarera ella pidió un café, muy caliente (le insistió) y una galleta de chocolate. Luego levantó la mirada hacia Maurice y le sonrió con una de esas sonrisas que dejaba entrever unos dientes aseados pero imperfectos.
Maurice se sintió raro, no por la sonrisa en sí sino porque le agradan esas sonrisas tan escasas en esa ciudad gris y le recordaba que nunca se acostumbraría a ello. Le devolvió la sonrisa, le dio el último trago al café y salió hacia la parada del autobús. Se dio cuenta de que sonreía y pensó que esa ciudad de mierda, en el fondo, tampoco le desagradaba tanto.