El sargento Gutiérrez

Andrés Gutiérrez Torres, o Guti, como le llamaban desde siempre, nació en octubre del 1919 y había sido abandonado a los pocos meses de vida en un orfanato de Zuera, provincia de Zaragoza. Allí vivió los primeros años de su vida siendo de los pocos niños en sobrevivir, año tras año, las duras condiciones de aquella época para los que vivían de la caridad. Las enfermedades, el frío y la hambruna segaban cada año las vidas de los que habían tenido menos suerte. Pero el pequeño Guti, como le llamaron hasta los 12 años ya que tardó en dar el estirón, salía fortalecido de cada una de las enfermedades. Y en el orfanato lo agradecían y rezaban por ello. Era un chiquillo avispado, trabajador y que se encargaba siempre de echar una mano cuidando a los más pequeños. Tenía buena mano para aquello y algunos curas sospechaban que apartaba de su plato y metía en los raídos bolsillos algunos mendrugos de pan y queso para dárselos luego a los que habían sido injustamente, según él, castigados sin comer. Tampoco lo aleccionaban por aquello; en el fondo era la caridad de otros la que mantenía el orfanato en pie.

A los 12 años salió de allí fuerte y agradecido pese a no comulgar con la enseñanzas cristianas que habían intentado meterle a golpe de repeticiones. A los ojos de todos los curas, pese a no creer mucho en las escrituras y cuestionar demasiado, parecía un buen cristiano. Y tampoco estaban los tiempos como para preocuparse por aquello. Acabó de aprendiz de zapatero en Zaragoza donde, por 2 reales a la semana y techo, hacía un trabajo impecable hasta el día en que pasó por allí un militar, se encandiló del muchacho y se lo llevó a a base militar de Castillejos con la promesa de un futuro mejor.

Durante tres años trabajó duro y ascendió rápido. Era muy querido en la base tanto por los oficiales como por la tropa, siempre con buenas maneras, esforzándose mucho y echando una mano donde hiciese falta. Lo del sentido por la patria no parecía compartirlo mucho pero tampoco lo aleccionaban por aquello. En el fondo el muchacho estaba dispuesto a darlo todo por los demás, y los demás, de alguna manera, es lo que hacen la patria. En sus días libres solía bajar al centro a ayudar en el orfanato donde estaba de voluntario. Y en uno de aquellos sábados, al entrar por casualidad a una panadería para comprarle un colín a un chiquillo que mendigaba por las calles, conoció a Alfonso. Alfonso, regordete, con barba cerrada y una sonrisa sincera servía tras el mostrador. Y cuando entró y sus ojos se cruzaron supo que aquello era el amor del que algunos le habían hablado.

Se vieron durante un par de años, a escondidas siempre, y se prometieron amor eterno. Alfonso a veces bajaba a Teruel, donde sus familia labraba el trigo que luego enviaban a Zaragoza. En Teruel la vida de Alfonso no era tan secreta y algunos miraban con odio a aquel mariconazo, posiblemente más por la envidia de saber que le iba bien en la capital que por su condición sexual.

La guerra estalló y Guti tuvo que ir a luchar contra los nacionales en un conflicto que no quería aceptar ni entender. Dos años de lucha continua y de muerte entre familias hasta que el 23 de febrero, estando en la trinchera, oyó al mensajero que gritaba —¡Ha caído Teruel!¡Ha caído Teruel!.

Entonces sacó su reloj de bolsillo y miró la foto de Alfonso y él abrazándose entre risas. Apoyó el fusil, salió de la trinchera y caminó hacia adelante acariciando el reloj en su mano. Sin ánimo de esquivar las balas que silbaban y con lágrimas en los ojos. Se acordó de las enseñanzas en el orfanato y quiso que el cielo existiese y que allí se encontrase pronto con Alfonso.