La construcción de la escena


Golfo de Vizcaya, 1685

Con un sable en su mano diestra y la piedra en la izquierda, Loche se defendía con fiereza sin perder el equilibrio. Era el último de los marineros en pie y se negaba a rendirse. Había recorrido demasiados mares al mando de su bajel como para dejarlo en manos de aquellos piratas. Restaba cada uno de los ataques con definición, incluso en el tres contra uno en el que se veía inmerso a un paso de la borda. Podía predecir perfectamente cada uno de los ataques. Pero de repente, una estocada a traición por la espalda, le hizo perder el equilibrio y el instinto de cubrirse la herida le hizo soltar su arma. Sintió el calor de la piedra en su mano mientras otras estocadas penetraban su ya vulnerable cuerpo y pensó que ya todo daba igual: Cathie esperándole a la vuelta, el pequeño Pipe, el título del Rey que le esperaba tras aquella misión… todo daba igual menos la piedra. La piedra no podía caer en manos de quien no la mereciese. Así, que sacando fuerzas de ese odio y sentido de la justicia que siempre había estado a su lado se incorporó como pudo y se dejó la caer por la borda apretando el puño y sintiendo el calor. La sangre que salía del cuerpo dibujó una estela rojiza mientras se hundía.


Playa de San Martín, Laredo (Cantabria), 2010

Jon, cogió aire por el tubo y se sumergió unos tres metros. Le había parecido vislumbrar algo rojizo y brillante en el fondo y quería asegurarse de que no había sido un reflejo del sol en alguna concha nacarada. Le gustaba hacer snorkel. Era su actividad preferida de las vacaciones. Y no porque fuese un deportista nato, nunca lo había sido, pero le permitía deshacerse de sus ataduras con la vida real, de su mujer y de sus preocupaciones. Durante esa media hora al día que se permitía ausentarse del mundo disfrutaba del sonido de su respiración a través del tubo, de las corrientes de agua calientes y frías y de intentar recoger algunos objetos del fondo que luego mostraría orgulloso a sus dos hijas.

Hundió sus dedos en la arena fría, cerrándolos sobre la piedra y le extrañó sentirla caliente. Un calor que ascendió de manera agradable por todo su brazo mientras subía a la superficie en busca de aire. Nadó hasta la orilla en pocas brazadas y al salir del agua se sintió confuso. Era como si cientos de susurros entrasen en su cabeza al mismo tiempo. Cuando su hija Laura se acercó corriendo a abrazarlo como si volviese de la guerra,pese a haberse ausentado solo media hora, se dio cuenta de que una de las voces que oía dentro de su cabeza se intensificaba. “¡Papá!¡Papá! No vuelvas a dejarnos solos con mamá, por favor” pero la voz de Laura, esa que llegaba a sus oídos, solo decía “¡Papá!¡Papá!”.


Cápsula espacial Anatoly, órbita lejana de Júpiter, 2365

El cofre de plomo sellado reposaba en el cuadro de mandos de la nave. Dimitri acercó su mano al pequeño objeto pesado y sintió el calor que emanaba. Una profunda y repentina pena se adueñó de él. El calor le había hecho recordar ese contacto humano que hacía meses que no sentía… y que nunca jamás sentiría. Lo había sabido desde el inicio, cuando aceptó aquella misión, pero esperaba que nunca se diese ese momento de duda. Respiró profundo y se acomodó el casco. Cogió el cofrecillo y camino decidido hacia la esclusa que se abrió automáticamente. Pulsó el botón que abría la siguiente compuerta y dio el salto al espacio. La nave acabaría estrellándose en alguna de las lunas calculadas en la trayectoria. Él y el cofre , tras los 30 minutos de oxígeno que le quedaban, vagarían infinitamente. La tierra estaba a salvo. Cerró los ojos, sonrió y pensó “misión cumplida”.